9ª y última de las Corridas Generales de Bilbao. Algo más de media entrada. Seis toros de Victorino Martín, impropio de Bilbao el primero, muy justos de presentación segundo y tercero, con más cuajo y presencia los tres últimos. En general encastados. Juan José Padilla, silencio y oreja. Diego Urdiales, silencio y vuelta al ruedo. Luis Bolívar, oreja y palmas.
No fue la corrida de Victorino la mejor que hallamos visto en Bilbao, tampoco la peor. No fue la corrida de Victorino una corrida brava, pero sí encastada. Fue lo que un aficionado puede esperar de Victorino, tampoco, aunque la corrida fue harto interesante.
El primero, por ejemplo, era un animalito impresentable, pobrísimo por delante y escurrido de culata. Un toro que hizo una correcta pelea en el caballo y que desarrolló nobleza en la muleta, con una embestida aborregada ante la que Juan José Padilla desplegó toda su artillería de trapazos, trallazos voces en los cites y demás excentricidades tan impropias de alguien que dice ser toreo. Silencio.
El cuarto, sin embargo, fue un toro mucho mejor presentado, un toro más cuajado, con más empuje, un toro encastado que metía la cara por los dos pitones sin remilgo alguno. Un toro para torear, cosa que no hizo un torero que causa hastío y en algunos momentos hace sonrojar a los aficionados con un repertorio más propio de los espectáculos cómicos que de un doctor en tauromaquia. Una voz en el tendido le recriminó que su toro se iba sin torear después de habernos ofrecido un buen muestrario de toques violentos fuera de cacho, de trallazos hacia fuera, y no con poca dosis de teatralidad se hizo el ofendido y hacía así como que se cruzaba, se ponía en el sitio y arrancaba muletazos de mérito a un toro que sólo con ponerse en el sitio, adelantarle la muleta y darle un sutil toquecito hubiera embestido la mar de a gusto. Teatro, mucho teatro para nada, para no dar ni un muletazo asentando unas zapatillas que no hicieron mas que moverse a una inverosímil velocidad. Estocada defectuosa a la vez que efectiva. Oreja, aspavientos, arrebatos, un puñado de arena recogida con rabia del suelo que besó en agradecimiento. Hubo quién le mandó al carajo.
No es de extrañar semejantes alegrías cuando es política de la Junta Administrativa repetir en el serial del siguiente año a quién a cortado trofeos.
Mayor alegría tendría en su interior Luis Bolívar, que tras pasaportar al más áspero de la corrida, tuvo en suerte un sexto que se dejó en el caballo, le dieron poquito y llegó a la muleta con una dulzura para hacer algo más que aliviarse sin descaro. Lo cierto es que ligó los muletazos, sí, pero con el cuerpo en Artxanda y la muleta en Vista Alegre. A pesar de tan “teledirigida” faena, otea efectiva pero defectuosa estocada hizo que algunos pidieran con insistencia el trofeo, y, a pesar de contar con justita mayoría le concedieron una oreja que tiene menos peso que una pluma.
Lo bueno de verdad llegó en el quinto. Pasó desapercibido Diego Urdiales tras quitarse del medio al complicado segundo, un toro que se quedaba corto y ante el que Urdiales no quiso complicarse la vida en exceso. Todo lo contrario que en segundo de su lote, un toro largo, quizá el más alto de la corrida, un toro cuajado al que le dieron brea en el caballo en un tercio en el que se empleó metiendo los riñones. Encastado toro que exigió mucho en la muleta, que puso a prueba y pidió el carnet a un torero que tuvo bastante más vergüenza torera que la mayoría de las figuras que han pisado Vista Alegre esta temporada. Tremendamente cruzado y sincero, con un valor seco que en algunos momentos hizo aguantar la respiración al personal, con torería, pundonor y haciendo bien las cosas. Una faena intensa, emocionante por lo sincera y lo cruda, importante por cuanto hizo, expuso y demostró, una faena importante porque hubo muchos momentos, los más diría yo, en los que Diego Urdiales hizo el toreo sin ningún tipo de gesto de cara a la galería. Importante, meritoria, valiente, digna y reveladora faena que se lo agradecimos sinceramente como aficionados que somos. Un primer pinchazo al tropezar con una banderilla, otro pinchazo arriba saliendo trompicado y una estocada que le dejaron sin oreja pero con una vuelta con muchísima fuerza, con tanta fuerza que valió bastante más que cualquiera de las dos orejas que se habían cortado.